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CHAPTER VI

  Lo primero que regresa es el dolor, un recordatorio despiadado de lo ocurrido. Me arde el torso, como si la mandíbula del Wendigo todavía estuviera sujetándome. Es un dolor profundo, que no solo está en la piel y los músculos, sino que parece haberse arraigado en mis fracturados huesos, como un estigma que se niega a desaparecer.

  Pero hay algo más. Una calidez inesperada me envuelve, contrastando con la helada que me envolvía antes de desmayarme. Abro los ojos con esfuerzo, parpadeando para apartar una oscuridad pesada que parece adherirse a mi mente como una resistente tela de ara?a. Me doy cuenta de que estoy cubierto por gruesas mantas de piel, ásperas al tacto pero cálidas, tan cálidas que casi me hacen olvidar la cruda realidad que sigue acechando afuera.

  Intento moverme, y una punzada más intensa atraviesa. Me detengo, jadeando, incapaz de controlar un gru?ido que escapa entre mis labios secos.

  El techo de la caba?a es bajo y oscuro, las vigas de madera apenas visibles a la luz tenue que se filtra por una ventana entablillada sujetan con esfuerzo el resto de estructura. No estoy muerto. Pero el mundo a mi alrededor se siente tan extra?o, tan ajeno, que no estoy seguro de si esto es un alivio o un castigo.

  Las mantas caen de mis hombros, dejando al descubierto mi torso vendado con tiras de tela pardas. Por debajo, alcanzo a viscosos ungüentos oscuros; su olor acre y terroso impregnan el aire. Quienquiera que me haya atendido conocía los métodos, aunque sus intenciones aún me descnocertan.

  Mis ojos caen sobre algo más. A un lado de la cama, cuidadosamente doblados, hay ropa. Está confeccionada con piel de lobo, gruesos y toscos, pero parecen resistentes al frío y a la crudeza del invierno. Paso una mano sobre ellos. La textura es rugosa pero al mismo tiempo reconfortante.

  Con esfuerzo, comienzo a vestirme. Cada movimiento es un desafío, un recordatorio de cuán cerca estuve de ser devorado por esa criatura. Pero las prendas me envuelven pronto en su calidez, y por primera vez en días, siento algo parecido al consuelo.

  Empujo la puerta de la caba?a. La pálida luz grisácea me ciega por unos instantes. No sé cuánto estuve dormido, parece ser que demasiado para poder permitirme ese lujo.

  El cadáver del monstruo ya no está.

  Donde debería yacer esa bestia caníbal, el suelo está podrido. La nieve, antes blanca e inmaculada, se ha vuelto negra como ceniza mojada, y el aire alrededor lleva un hedor dulce y enfermizo. Es como si la tierra misma estuviera enferma por haber soportado el peso de esa criatura.

  Me acerco, despacio. Mis botas hunden la nieve en los bordes de esa mancha oscura, pero me detengo antes de entrar en contacto con ella. Incluso a esta distancia, puedo sentir algo. Una presión invisible, como si esa podredumbre pudiera extenderse a mí con solo un descuido.

  Miro hacia el bosque. El horizonte se pierde entre los árboles muertos y las ramas desnudas, pero no hay movimiento. Nada que indique qué hicieron los aldeanos con el cuerpo.

  Lo único que queda es un silencio pesado, cargado de una inquietud que no logro quitarme de encima.

  Miro alrededor, buscando algo que me sirva. Sin mi espada, me siento desnudo, vulnerable. Entonces la veo: un hacha de mano, clavada en un tocón junto a la entrada de otra caba?a. El filo no está en las mejores condiciones, mellado y oxidado en los bordes, pero es mejor que nada.

  La libero con firmeza. El peso es extra?o, torpe en comparación con mi espada, pero suficiente para atravesar carne si es necesario. Susurro una oración en voz baja, casi sin pensarlo, dedicándosela a Los Tres.

  Me detengo en medio de la aldea. Espero algo... palabras, miradas, incluso reproches. Pero no hay nadie. Las puertas permanecen cerradas, las ventanas entablilladas. No hay ni un rostro que asome entre las sombras.

  La culpa y la vergüenza pesan más que cualquier otra cadena.

  Camino sin mirar atrás. Me adentro en el bosque, dejando atrás las caba?as, las manchas de podredumbre y los ecos de los cantos rituales. Solo el crujido de la nieve bajo mis botas rompe el silencio opresivo.

  El frío vuelve a ser una amenaza constante, mordiendo mi piel a pesar de las gruesas pieles que llevo. Respiro hondo y miro hacia adelante, hacia la mara?a oscura que se extiende interminablemente ante mí. El camino a la ciudad de los dioses será largo, pero no tengo elección si quiero volver a tener la gracia de mi gente.

  La soledad se cierne sobre mí como una sombra a medida que el bosque me engulle. Y, por primera vez en mucho tiempo, me pregunto si los dioses realmente estarán al otro lado de este viaje... o si sólo hay más desolación esperándome.

  El crepitar del fuego es un sonido que me reconforta en la soledad de la noche. La rata, peque?a y magra, se cocina lentamente, su carne apenas suficiente para calmar el hambre que me carcome. Cada mordisco es una batalla entre la necesidad y el asco, pero la necesidad siempre gana.

  La oscuridad se cierra a mi alrededor, impenetrable, mientras el cielo se oculta tras un manto de nubes grises. El viento ulula entre los árboles, como si el bosque mismo estuviera vivo, observándome, juzgándome.

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  Al amanecer continúo la caminata, mis pasos dejan un pesado rastro sobre la nieve endurecida. El bosque parece interminable, una extensión de árboles y sombras que se repite una y otra vez, casi en bucle.

  Entonces lo veo. A unos metros delante de mí, una figura tambaleante se apoya en una rama rota como si fuera un bastón. Su cuerpo es delgado, casi esquelético, y sus ropas están hechas jirones, cubiertas de manchas de sangre seca y con quemaduras en los bordes. Cada paso que da es un esfuerzo visible, como si cada segundo estuviera luchando por mantenerse en pie.

  Me acerco lentamente, con el hacha en la mano, listo para cualquier cosa. Sus ojos, hundidos en su rostro pálido, se levantan para encontrarse con los míos. Hay un brillo febril en ellos, una mezcla de miedo y desesperación.

  —Ayuda... —su voz es apenas un susurro, quebrada como su cuerpo—. No... puedo más...

  Miro a mi alrededor, buscando se?ales de peligro, pero no hay nada, sólo el bosque y la nieve. Me agacho a su lado, observándolo con cautela. Su aliento es irregular, sus manos tiemblan.

  —?Qué te ha pasado? —pregunto.

  él intenta hablar, pero un ataque de tos lo interrumpe, escupiendo algo oscuro al suelo. La muerte lo ha reclamado ya, sólo es cuestión de tiempo que se una a ella.

  —Ellos... vinieron... —logra decir entre jadeos—. Quemaron... todo...

  Mi mente trabaja rápidamente. ?Quiénes son "ellos"? ?Herejes? ?Bandidos? Este hombre no llegará lejos, y su bastón improvisado es todo lo que lo mantiene en pie.

  —Descansa —le digo, suavizando mi tono—. Dime lo que sabes.

  Sus ojos parpadean lentamente, como si luchara por mantenerse consciente. Me acerco más para escuchar una voz que se desvanece por momentos, arrastrada por el viento helado del bosque.

  —La bruja... vive allí... en las cumbres. Bajó al valle... para advertirnos. Dijo... que un fuego purificador venía... que los dioses traerían su juicio. Nos reímos de ella... la llamamos loca...

  Su voz se convierte en un débil susurro, como una danza de hojas caídas, y luego, el silencio. Miro hacia el horizonte, donde las monta?as se elevan como sombras recortadas contra el cielo grisáceo. Una sensación inquietante me envuelve. Una bruja que conoce los juicios de los dioses, que puede conocer una ruta segura hacia la ciudad... y, tal vez, algo más.

  Las palabras "fuego purificador" resuenan en mi mente como una advertencia y una promesa. Si lo que dice es cierto, si ella tiene conocimiento de los dioses y sus designios, entonces buscarla podría ser mi única esperanza de llegar a mi objetivo y conseguir la redención.

  Recojo el hacha, afianzándola en mi mano, y me preparo para el viaje. Con un último vistazo al cadáver del hombre continúo entre los árboles. Tardo unas horas más hasta salir del bosque. Las monta?as se alzan a mis lados, traicioneras. El camino será largo, pero no puedo quedarme aquí. No después de todo lo que ha sucedido. Si esta bruja sabe algo, debo encontrarla.

  Mis ojos se posan en un poblado a la orilla de la monta?a, o lo que queda de él. Todo está carbonizado, reducido a cenizas y escombros. Las caba?as, antes robustas y llenas de vida, son ahora esqueletos humeantes. El aire huele a madera quemada y carne. Ningún sonido, salvo el susurro del viento, rompe el velo de la muerte.

  Camino entre los restos con cautela, mis pasos resonando sobre el suelo ennegrecido. Las cenizas se alzan en peque?os remolinos a cada movimiento, como espectros que se niegan a descansar. Me detengo frente a lo que parece haber sido la plaza central. Un poste de madera, ennegrecido pero aún en pie, se erige como un triste recordatorio de lo que una vez fue este lugar. Alrededor, sombras informes yacían, cuerpos carbonizados que alguna vez fueron personas, posan exhibiendo sus últimos momentos antes de que el humo se adentrarse en sus pulmones.

  Este es el fuego purificador del que habló el hombre. El juicio de los dioses, o eso es lo que dijo un hombre moribundo, incapaz de hablar ni razonar. Pero no puedo ignorar la sensación de que hay algo más, algo que la bruja podría revelar.

  Un ruido tenue, apenas perceptible, rompe el silencio. Giro la cabeza, alerta. Desde detrás de un montón de escombros, un ni?o emerge con dificultad. Su negro cabello, chamuscado y pegado a su cuero cabelludo, le cae en mechones sucios sobre la frente. Su rostro está manchado de hollín, y sus ojos, abiertos de par en par, reflejan un terror indescriptible, propio de alguien que ha vivido mil guerras. Avanza arrastrándose, sus piernas están torcidas en ángulos imposibles, rotas bajo el peso de la estructura caída.

  Me acerco rápidamente, dejándome caer de rodillas a su lado.

  —Ellos... —susurra, su voz quebrada y cargada de dolor—. Fueron los soldados... del ejército divino. Quemaron todo... nos dijeron que los dioses nos rechazaban…?de qué dioses hablan?

  El ni?o se interrumpe, tosiendo con fuerza. Sangre oscura mancha su boca, pero sigue hablando, su voz apenas un hilo.

  —Nos escondimos... pero ellos nos encontraron. No hubo misericordia. —Sus ojos se llenan de lágrimas que caen lentamente por sus mejillas ennegrecidas—. Mi familia... todos... están muertos.

  Por un instante, me detengo. Mis manos se tensan, y una parte de mí vacila. Este ni?o, como los demás en este pueblo, es un hereje. La doctrina del ejército divino ha sido clara: los herejes deben perecer, sus vidas no son dignas a los ojos de los dioses ni del mundo. Durante a?os, esa creencia está guiando mi espada. Matar era justicia, el fuego era limpieza.

  Miro al ni?o, su cuerpo frágil y destrozado, sus ojos llenos de dolor y miedo. Una voz familiar, susurra en mi mente: Déjalo. No merece más que lo que ha recibido.

  Pero otra voz, más tenue, lucha por ser escuchada: Es sólo un ni?o. No tiene culpa.

  El conflicto en mi interior es como un choque de espadas, aplastante. Las palabras del comandante resuenan en mi memoria, recordándome lo que significa ser un servidor de los dioses. Pero cuando mis ojos vuelven a los del ni?o, todos esos argumentos se desvanecen. No estoy viendo un enemigo; veo una vida agonizando, una víctima de un conflicto más grande que él.

  — No tengo agua ni comida chico, solo deja que tus ojos se cierren.

  Sus labios tiemblan, y un débil gemido escapa de su boca seco por la sed y el hambre que yo también sufro. Esa peque?a muestra de vida me es suficiente.

  Con un suspiro profundo, bajo las manos y lo tomo con delicadeza, sintiendo su cuerpo estremecerse de dolor bajo mi toque.

  —Te sacaré de aquí —digo, mi voz es más firme ahora, como un juramento tanto para él como para mí mismo.

  El ni?o apenas asiente, y su cabeza se apoya en mi pecho. Mientras camino hacia las monta?as, cada paso que doy me aleja más de lo que una vez fui.

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