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CHAPTER VII

  Avanzo con notable dificultad, cada paso es un susurro de llamada de la muerte en el sendero de piedra y hielo. El ni?o, un espectro quebrado, yace como un cadáver caliente sobre mi espalda, las piernas inservibles colgando, el cabello chamuscado desprendiendo un olor rancio a carne quemada. El aire se espesa, se torna una entidad hostil que me roba el aliento a cada instante, dejándome los pulmones vacíos y mis músculos envenenados por una creciente fatiga.

  La monta?a es una bestia hambrienta, sus fauces mastican con cada roca suelta, y traga con cada grieta oculta bajo la delgada nieve. Las sombras se arrastran entre los árboles raquíticos que se retuercen como manos esqueléticas hacia el cielo. Siento el frío devorando mi piel, colándose por las aberturas del abrigo de pelo de lobo, como si la monta?a estuviera viva y quisiera arrancarme el calor de los huesos.

  Los pensamientos me atormentan mientras avanza: los herejes, los cadáveres en la aldea, el ni?o en su espalda, el peso del pasado y del presente me machacan con una ferocidad implacable. ?Por qué lo cargo? ?Por qué no dejarlo morir entre las rocas, si ya no es más que un hereje inservible? Pero algo en mi interior se niega a soltarlo, como si la redención estuviera atada a ese peque?o cuerpo maltrecho.

  —?Aún aguantas, chico? —mi voz suena áspera, el esfuerzo de hablar me roba el poco aliento que tengo.

  Un gemido apenas audible me sirve como respuesta. Las nubes grises se arrastran por encima, sus sombras se proyectan sobre nosotros, intentando ocultarnos. Me pregunto si esto es lo que sienten los condenados al ascender al patíbulo: la certeza de que cada efímero paso los acerca a un final eterno.

  La noche cae como una boa que devora el Sol, sofocando los últimos vestigios de luz. La baja temperatura muerde con más fiereza a medida que la claridad desaparece tras las monta?as, dejando en su lugar una oscuridad que parece viva, susurrando promesas de desdicha. Encuentro una cueva, apenas más que un agujero en la roca, pero suficiente para protegernos del viento que aúlla como un lamento de una viuda.

  El interior está húmedo como la boca de un cánido, el aire es denso con olor a moho y piedra mojada. Dejo al ni?o en un rincón, sus ojos parpadean débilmente, exhaustos y lega?osos. Recojo ramas húmedas y musgo, mis manos tiemblan mientras luchan por hacer prender el fuego. Maldigo en voz baja, cada intento fallido es un recordatorio de cuán vulnerables estamos.

  Finalmente, una chispa toma vida, alimentándose del musgo hasta convertirse en una llama temblorosa. Me quedo un momento observando el fuego, como si su calor fuera una frágil promesa de supervivencia. Arrastro al ni?o más cerca del calor, sus labios amoratados apenas se mueven mientras murmura algo inaudible.

  De mi bolsa saco unas pocas setas que recogí en el camino y las paso por el fuego. No es mucho, apenas lo suficiente para llenar el hueco del estómago, pero es todo lo que tenemos. Le paso una al ni?o, quien la mastica lentamente, sus ojos fijos en la hoguera, como hipnotizado por su danza.

  Con movimientos torpes, reviso sus piernas. Están peor de lo que pensaba, las quemaduras han dejado su piel quebradiza, y el viaje no ha hecho más que empeorar las heridas. Rompo unas ramas y las coloco como entablillado improvisado, usando tiras de mi camisa para asegurarlas. El chico gime, su cuerpo tenso de dolor, pero no se queja. Quizás sabe que cualquier protesta es inútil, o tal vez el sufrimiento ha agotado su voz.

  —Esto te mantendrá las piernas inmóviles por ahora —digo, mi tono es más duro de lo que pretendía—. No es mucho, pero te ayudará a no romperte más por dentro.

  El ni?o asiente, su mirada se encuentra perdida en las sombras que bailan en las paredes de la cueva. Yo me quedo un rato en silencio, observando el fuego, mis pensamientos son una mara?a de dudas y decisiones por venir. La bruja está en alguna parte de estas monta?as, y quizás tenga respuestas. Pero ahora, en esta noche fría y húmeda, lo único que importa es sobrevivir hasta el amanecer.

  El fuego va menguando, una melodía triste que nos acompa?a mientras la oscuridad nos envuelve. El calor que tanto costó conseguir apenas combate el frío que entra desde el exterior. Me dejo caer contra la pared rocosa, sintiendo el peso de los días apoderarse de mis ojos.

  Entonces, lo escucho.

  Un aullido. Largo, profundo, como un grito de guerra arrastrado por el viento. No es un lobo. Lo sé. Hay algo en ese sonido que me ara?a bajo la piel, afilado y antinatural, con un eco que parece devorar el silencio. Es el tipo de sonido que insinúa hambre y caza.

  Miro al chico. Se revuelca entre pesadillas, su rostro está crispado por el pánico. Las palabras de mi comandante resuenan en mi cabeza: "Herejes, todos ellos". Mi mano se tensa sobre el hacha. Si el destino quiso atormentarle en sue?os, ?por qué debería interferir? ?Por qué sacarlo de ahí?

  El aullido se apaga, pero su fantasma permanece. Miro al chico una vez más. Sus facciones, aún infantiles a pesar de la suciedad y las heridas, se retuercen en la agonía de una pesadilla. Doy media vuelta, forzándome a ignorarlo. Pero el sonido de su respiración entrecortada me persigue, más persistente que el eco de la bestia del exterior.

  Cuando abro los ojos, la primera luz del día comienza a filtrarse en la cueva, ba?ando las paredes con un gris mortecino. Me pongo de pie y sacudo al chico, sin decir una palabra.

  él me mira, aún somnoliento, pero entiende. Lo cargo sobre mi espalda una vez más, sintiendo el peso de su peque?o cuerpo y algo aún más pesado: mis dudas.

  El camino por la monta?a continúa. Las rocas resbaladizas y la falta de aire son una constante amenaza, pero seguimos avanzando. La presencia del aullido, aunque ya no audible, parece seguirnos de cerca, como una sombra que nos rastrea. Mis labios se agrietan con cada respiración y mi lengua, áspera, se mueve en vano por mi boca buscando alivio. Trago en seco, una acción vacía que solo resalta el ardor en mi garganta.

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  El chico, sobre mi espalda, se?ala hacia adelante con un dedo tembloroso.

  —Allí —murmura, su voz es apenas audible sobre el crujir de las piedras bajo mis botas.

  Entre las rocas y el suelo desnudo, una nube espesa se arremolina, como si la monta?a estuviera ocultando algo. La bruma, densa y opaca, parece flotar desde algún punto más allá del camino. Mis ojos, también secos, intentan enfocar el misterioso manto.

  La niebla no solo oculta, sino que invita, sugiriendo un refugio o un peligro, no estoy seguro. Me muevo hacia ella, dudoso, mis manos están ocupadas sujetando al chico; estoy desprotegido ante lo desconocido.

  Nada más adentrarme en ella se disipa. Ante mí se revela un peque?o estanque de agua verdosa, donde decenas de insectos tan delgados como un tallo de una flor despegan, dejándonos atrás.

  Dejo al ni?o.

  Con las ansias de una hiena hundo mis rostro en el agua y empiezo a beber. No pienso en el color, en los parásitos, en las plantas flotantes o lo que se resguarda en el fondo del agua. Trago y trago, mi garganta se siente finalmente aliviada, aunque algo dentro de mí sabe que esa sensación no será eterna. Ojalá lo fuese.

  él está allí, mirando con los ojos abiertos de par en par, con la sed también marcada en su infantil rostro. Le ofrezco el agua, dejándola caer por mis dedos hasta su maloliente boca.

  él bebe de mis manos con la misma avidez que yo, sin dudar, sin pensar. El agua se escurre por sus mejillas, mezclándose con la suciedad, y yo observo, extra?amente satisfecho por su creciente bienestar.

  El chico respira profundamente; aparto mis manos. Su rostro muestra una ligera mejoría, pero sigue marcado por el trauma de vivir. Después de un breve silencio, acto seguido logra articular unas palabras.

  —Agujas de humo. —Su voz es silenciosa, pero las palabras me llegan. —Viven cerca del agua. Beben... se agrupan. Cuando beben... se vuelven vapor.

  Parece que está esforzándose por mantener la compostura, pero sigue.

  —No son peligrosas. Solo... hay que dejar que se vayan. No atacan, sólo... beben.

  Sus ojos, vidriosos, miran al agua con fascinación, como si estuviera seguro de que los bichos volverán. Hay algo en su expresión que me hace pensar que ha visto más de lo que parece, cosas que no quiere compartir.

  No respondo de inmediato. Mi garganta todavía siente el retrogusto de la sed, como si lo que bebí no fuera suficiente. La sensación de alivio es fugaz, el agua no puede saciar del todo la necesidad de algo más, algo mucho más profundo.

  Se siente el aire pesado, cargado de silencio. Todo a nuestro alrededor parece haberse detenido por un momento, como si las agujas de humo hubieran paralizado incluso al tiempo.

  —Cuando el vapor desaparece, ellos se van. —A?ade con voz más suave, como si tuviera miedo de interrumpir la quietud que nos rodea.

  Entonces, el chico vuelve a guardar silencio, mirando fijamente el hacha de mi cintura. La calma parece envolverse en una capa de incertidumbre.

  Me levanto y lo vuelvo a cargar sobre mi espalda con esfuerzo, continuando la marcha.

  Después de un rato, decido romper nuestro silencio sólamente acompa?ado de las rocas que chocan entre ellas al pisarlas.

  —?Cómo te llamas? —. No es que me importe especialmente, pero estaría bien saberla en el futuro, cuando ya no podamos seguir juntos.

  El ni?o mira al suelo, sus ojos están aún llenos de desconfianza, pero al final responde.

  —Lyon.

  Es una palabra peque?a. Lyon... Repito el nombre en la cabeza, como un eco que resuena entre pensamientos. ?Qué tan frágil es la vida de alguien con este nombre?

  —?Y la bruja? ?Qué sabes de ella? ?Por qué estaba en ese poblado?

  El viento frío acaricia mi rostro mientras avanzo, con Lyon aferrado a mi espalda. Sus respiraciones son lentas.

  —Los dioses de mi pueblo... la temen —dice, su voz es peque?a pero cargada de certeza—. Y los de la capital también.

  Mis pasos vacilan un momento, pero me recupero rápidamente, enfocándome en el ficticio sendero pedregoso que intento construir ante nosotros.

  —?Quién es ella? —pregunto, intentando encontrar claridad en medio del misterio.

  Lyon respira hondo antes de responder.

  —La llaman Draeza, la amante de las cenizas.

  Un escalofrío me recorre la espalda, pero no dejo que eso detenga mi marcha. Las palabras de Lyon son extra?as, como si cada una de ellas viniera cargada de una verdad ancestral que el propio aire se rehúsa a sostener.

  —?Por qué la temerían? —pregunto, más para mantenerlo hablando que por falta de suposiciones propias.

  Lyon apoya la cabeza en mi hombro, su voz ahora más cerca, como si temiera que algo pudiera escucharnos.

  —Porque ella sabe cómo destruirlos. No solo con espadas o fuego. Ella conoce sus secretos. Sus verdaderos nombres.

  Un escalofrío me recorre la espalda, pero no dejo que eso detenga mi marcha. Las palabras de Lyon son pesadas, como si cada una de ellas viniera cargada de una verdad ancestral que el propio aire se rehúsa a sostener.

  —?Y cómo lo sabes tú? —insisto, aunque mi voz carece de la dureza habitual, quizás por miedo.

  —Mi abuelo me lo contó —responde Lyon, su tono está lleno de una melancolía que parece demasiado vieja para alguien tan joven—. Antes de que los soldados quemaran el pueblo. Decía que Draeza solía visitar a los ancianos, compartir con ellos cosas que los dioses querían olvidar.

  —Si los dioses la temen tanto... ?por qué la dejaron vivir? —pregunto, no del todo convencido de que los dioses, en su orgullo, permitirían que alguien así existiera.

  Lyon permanece en silencio por un momento, como si tanteara la mejor manera de responder.

  —Porque ella no teme morir —murmura finalmente—. Y eso la hace más peligrosa que cualquiera. Sabe que su tiempo llegará, pero quiere asegurarse de que ellos caigan primero.

  Guardo silencio. La amante de las cenizas. Daeza. Parece una mujer peligrosa, pero puede resultar útil para llegar hasta donde me corresponde.

  A medida que subimos los metros, las corpulentas monta?as se van tornando más imponentes. No puedo evitar pensar en lo que me espera allí, en la cima. La bruja, puede tener las respuestas que busco, o tal vez más preguntas. Pero una cosa es cierta: conoce a los dioses. Y eso me basta para seguir adelante.

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