Hammya comía tranquilamente en la cama, mientras observaba a Candado. él estaba allí, tomando mate bajo la luz cálida de una lámpara, con un libro entre las manos. El silencio llenaba la habitación, roto solo por el leve tintinear de los cubiertos y el susurro del viento que se colaba por la ventana.
—Candado —dijo ella.
—Dime, Esmeralda.
—?Podemos...? No sé... ?podemos caminar juntos bajo la luna?
Candado sonrió, sin apartar la vista de su libro.
—Claro, ?por qué no? Termina de comer primero.
—?No comerás nada?
Candado sorbió un poco de mate antes de responder:
—Ya comí. No te preocupes.
Hammya continuó devorando su comida con alegría. Candado le dedicó una peque?a sonrisa antes de volver a sumergirse en la lectura.
Una hora después, él se levantó, tomó el plato de Hammya y lo lavó. Luego guardó el termo y el mate en el gabinete de la cocina. Cuando regresó por ella, la encontró esperándolo con entusiasmo. Le extendió la mano. Ese gesto la descolocó un poco, pero la aceptó. Entonces, para sorprenderla aún más, tomó su brazo y la escoltó como a una dama.
—En marcha —dijo con su tono seco.
Hammya, dejándose llevar, como si ya estuviera acostumbrada a su forma de ser, susurró:
—A explorar.
Aunque lo había dicho con tono aventurero, la verdad era que él decidía a dónde ir, pues ella aún desconocía la zona. Sin embargo, para Hammya eso no significaba ningún problema. Estaba feliz, más que feliz. Se sentía como una princesa... y eso que él odiaba a los príncipes y a las princesas.
El paisaje nocturno de la isla era una pintura viva. El cielo se extendía como un manto infinito, tachonado de estrellas que titilaban con dulzura, mientras la luna llena colgaba sobre el mundo como un farol silencioso. El aire era fresco, acariciaba la piel con suavidad y llevaba consigo el murmullo del mar en la distancia.
Candado la llevó hasta la plaza Harambee, un rincón olvidado del tiempo. Allí, los árboles se alzaban majestuosos, con copas amplias que susurraban historias antiguas con cada brisa. Las calles estaban desiertas, como si la ciudad entera contuviera el aliento. Carruajes detenidos y sin monturas se alineaban en los bordes del camino, mientras que hermosas lámparas de hierro forjado sostenían llamas vivas, en lugar de luces eléctricas, proyectando sombras temblorosas sobre los adoquines.
—Qué lindo... —murmuró Hammya, con los ojos brillantes, maravillada.
—Sí, lo es —respondió Candado, aunque en su voz se filtró una melancolía silenciosa.
A cada paso, los recuerdos lo asaltaban. Ese lugar, antes lleno de risas y juegos, ahora dolía. Recordó cuando solía venir allí con Gabriela, su hermana, corriendo entre los árboles, riendo bajo esas mismas estrellas. Pero los recuerdos no eran tan claros como antes; parecían velados por la niebla del tiempo. Fue como un golpe repentino al pecho.
—?Candado...? —preguntó Hammya con suavidad.
—Yo... estuve aquí una vez. La verdad es que no quería volver.
Ella se quedó en silencio, como si supiera lo que venía.
—Es por Gabriela, ?verdad? —preguntó finalmente.
Candado asintió, con la mirada fija en algún punto del pasado.
—Cuando ella murió, traté de recordar todo sobre ella, cada detalle, cada gesto. Lo intenté con todas mis fuerzas... pero es imposible. Con el tiempo, fui olvidando cosas. A veces, ya no puedo recordar su risa... su voz. Y eso me aterra.
Sus palabras temblaron, y las lágrimas comenzaron a brotar, silenciosas.
—Canda... —susurró Hammya, acercándose un poco más.
—Sé que un día tendré que soltarla para seguir adelante. Todos me lo han dicho. Pero... no quiero hacerlo. No quiero dejarla atrás.
—No tienes por qué hacerlo —respondió Hammya, con una firmeza inesperada—. Nadie te puede obligar a olvidar. Ella puede vivir contigo, de otra forma. En lo que haces. En lo que amas. En lo que eres.
Candado apretó los dientes. Quiso hablar, pero las emociones lo sofocaban.
—Cuando tú me salvaste... —dijo al fin— sentí rabia. Rabia porque no había muerto. Pero cuando te vi sangrar por mi culpa... supe que yo te estaba haciendo da?o.
Se detuvo en seco. Frente a ellos había una banca de piedra, solitaria, bajo un viejo árbol de ramas retorcidas.
—?Quieres sentarte? —preguntó Hammya, mirando hacia donde él había detenido la mirada.
Candado dudó. Iba a decir que no, pero entonces sintió su mano. No le apretaba con fuerza, solo lo guiaba con ternura.
—...Sí —contestó al final, con voz apagada.
Se sentaron. Al principio, Candado se inclinó hacia el lado contrario, queriendo mantener algo de distancia, pero Hammya lo rodeó con su brazo y recostó la cabeza en su hombro. Su calor era real, y su silencio, reconfortante. No necesitaban más palabras.
—Yo... quiero darte las gracias por haberme salvado la vida —dijo Candado, sin mirarla directamente, con la voz apenas más alta que un susurro. Sus ojos se perdían en la oscuridad del cielo—. Mírame... tengo doce a?os y ya veo el mundo como algo da?ado, roto. Supongo que soy un engendro.
—No lo eres —respondió Hammya con dulzura—. Tienes un don.
—?Un don? —repitió Candado con escepticismo.
Alzó la mano frente a él. Sus dedos temblaban ligeramente mientras una llama violeta brotaba con lentitud, danzando sobre su palma como si respondiera a su tristeza. La miró con una mezcla de repulsión y resignación.
—No soy alguien... saludable —dijo entonces, con voz baja—. Puedo herirte con mis palabras. A veces ni siquiera lo pienso, simplemente... lo hago.... Y lo siento mucho.
Hammya no se apartó. Su voz fue firme y suave, como si acariciara con ella sus pensamientos rotos.
—No me molesta. Sé que no lo haces con maldad. Desde el primer momento en que te conocí, entendí que muchas de tus palabras vienen desde el dolor. Y a pesar de todo... me alegra haber llegado a tu casa, aunque fuera de la nada. Me alegra haberte molestado.
Candado bajó un poco la cabeza. La llama seguía viva en su mano, quieta, brillante, como si también escuchara.
—Sí... pasaron muchas cosas en un solo día —dijo al fin, con una sonrisa tranquila, casi imposible de ver en él.
Fue entonces cuando sintió algo inesperado.
La mano de Hammya, cálida, suave, buscó la suya. A pesar de los guantes blancos que siempre usaba, él la sintió como si no hubiese nada entre ambos. Era la primera vez que ella lo tocaba así, en medio del fuego, sin miedo.
—Tu llama es linda —murmuró ella, sin apartar la vista de su mano.
Candado se sobresaltó. Su expresión cambió de inmediato, volviendo a la familiar rigidez.
—Es peligroso. Podrías haberte quemado —advirtió, casi como un reflejo.
Pero Hammya no retiró su mano.
—Es cálida —dijo con una sonrisa leve—. Bella... y triste.
—El fuego no tiene sentimientos.
—Eso es tan tú —respondió Hammya, conteniendo una peque?a risa—. Siempre tan lógico, tan frío en tus palabras.
Se inclinó un poco más hacia él, sin soltarlo.
—Solo déjame sostener tu llama violeta.
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Candado la miró por un momento, intentando leer su expresión, pero Hammya no devolvió la mirada. En lugar de eso, le ofreció una sonrisa sincera, una de esas que no necesitaban palabras, y luego volvió la vista hacia sus manos entrelazadas, como si en ese contacto silencioso encontrara una forma de calma.
—Me preocupaste mucho hoy —dijo él, con voz sueave.
Hammya estuvo a punto de responder con alguna broma ligera, su estilo habitual, pero al percibir la vulnerabilidad en la mirada de Candado, se contuvo. él no necesitaba juegos esa noche, sino verdad.
—Lo lamento —respondió con suavidad.
—Deberías. Es un sentimiento molesto —replicó él, con un tono seco, pero sin hostilidad.
Ella sonrió, divertida por dentro, aunque sin dejar ver demasiado.
—Lo tendré en cuenta —dijo con ligereza.
El silencio siguió un rato más, bajo la pálida luz de la luna, hasta que Hammya volvió a hablar, sin mirarlo directamente.
—Sueles llamarme "Esmeralda"… ?Puedo saber por qué?
Candado se detuvo un segundo antes de responder, arqueando apenas una ceja.
—?Te molesta?
—No. Solo… quiero saber por qué me llamas así —respondió ella, con curiosidad genuina.
Candado pareció confundido por la pregunta, como si la respuesta fuera tan obvia que no comprendiera la duda.
—Tu cabello, tus ojos... —empezó a decir, con el tono tranquilo de quien en realidad está confesando más de lo que cree—. Son idénticos a una esmeralda. Llamativos, brillantes… y bonitos.
Hammya sintió que algo le golpeaba el pecho con ternura. Se sonrojó, bajando un poco la cabeza, pero aún con una sonrisa escondida entre los labios.
—?Piensas que soy bonita?
Candado no titubeó.
—Por supuesto. Hammya, eres bonita. ?Acaso no te das cuenta?
Ella soltó una peque?a risa, encantada por la franqueza inesperada.
—Tú también eres bonito.
Candado desvió la mirada, negando con la cabeza.
—No… yo no me considero alguien bonito. Soy cruel. Horrible, incluso.
Hammya frunció el ce?o, seria por un instante.
—No lo eres para mí.
—Entonces tienes un problema visual bastante grave —respondió él, medio en broma, medio en negación.
Hammya levantó la cabeza con una expresión cómicamente ofendida, exagerando un gesto de rega?o mientras se?alaba con el dedo.
—Candado, quiero que me prometas que nunca volverás a despreciarte en mi presencia.
él la miró por un momento. Silencio. Y luego, una peque?a rendija de ternura se abrió en su expresión endurecida.
—…Está bien —dijo al fin.
Ambos se pusieron de pie. Candado soltó lentamente la mano de Hammya, y con ello, las llamas violetas que danzaban sobre sus manos se extinguieron en un suave resplandor que se disipó en la noche. Hammya bajó la mirada, visiblemente triste por la pérdida del contacto, algo que Candado notó.
Durante un breve instante, dudó. Pero luego, como si razonara que ese gesto, tan simple como volver a tomar su mano, era importante para ella, extendió la suya una vez más.
Hammya alzó la vista, sorprendida y emocionada. Le regaló una sonrisa cálida y, sin pensarlo demasiado, volvió a entrelazar sus dedos con los de él.
Y así, de la mano, continuaron caminando bajo la luz suave de las farolas y el murmullo lejano del mar.
—A veces me pregunto… —dijo Candado, más para sí mismo que para ella— si tú y Gabi habrían sido cercanas.
Hammya giró apenas el rostro hacia él.
—Supongo que seríamos como hermanas —respondió con dulzura.
Candado sonrió ante la idea.
—Sí… supongo que sí.
Por un momento reinó el silencio. Solo el sonido de sus pasos acompasados los envolvía. Hammya rompió el silencio, esta vez con una voz más íntima.
—No tienes por qué reprimir lo que deseas decir. Puedes compartirlo conmigo, si quieres.
Candado se detuvo un instante en su mente. Dudó, como solía hacerlo. Pero esta vez… decidió continuar.
—Gabi tenía una actitud bastante única —comenzó Candado, con la mirada perdida en el cielo nocturno—. Era traviesa, de naturaleza rebelde. Si algo no le gustaba, lo decía sin pensarlo. Nunca se lo guardaba. Eso, claro, le traía muchos problemas... pero era tan auténtica.
Hammya lo escuchaba con atención, caminando aún de su mano.
—Supongo que de ella heredaste eso de decir siempre la verdad... ?no?
—No exactamente. Más que admiración o inspiración... fue un trauma. —Se detuvo un momento, como si el recuerdo pesara más de lo que esperaba—. Cuando tenía seis a?os, le mentí a Gabi sobre algo. Le dije... algo horrible. La hice llorar. Recuerdo que se quedó en silencio, con los ojos llenos de lágrimas. Me sentí como un monstruo. Entonces le prometí, en voz alta, que jamás volvería a hacer algo así. Que nunca volvería a mentir.
—?Y cumpliste esa promesa? —preguntó Hammya con suavidad.
—Al principio fue difícil... pero luego descubrí que puedes decir la verdad a medias.
Ella sonrió.
—Sí, era obvio que encontrarías una forma de eludirlo.
—?Qué puedo decir? —dijo él, encogiéndose de hombros con sarcasmo—. Es un mundo arbitrario.
Caminaron un poco más. Hammya lo observaba de reojo, como si se debatiera entre la curiosidad y el respeto por su silencio, hasta que se atrevió a hablar.
—?Puedo hacerte una pregunta?
—Adelante.
Hammya extendió su mano y, con suma delicadeza, rozó la cicatriz que atravesaba el ojo de Candado.
—?Qué te pasó aquí?
él no se apartó. Dejó que lo tocara, aunque claramente no era algo que compartiera con facilidad.
—Eso... —cerró los ojos un instante— fue un accidente. Tínbari me lo hizo. Yo quería ser más fuerte. él... solo intentaba alejarme. Pero en ese intento me hizo un corte. Recuerdo que sangré mucho. Aun así, le dije que no iba a renunciar a ello. Y, sin más opciones, me permitió entrenar.
—?Entrenar? —repitió Hammya, entre sorprendida y preocupada.
—Sí... —Candado hizo una pausa, como si sopesara qué tanto decir—. Para ser fuerte tenía que pasar su entrenamiento. Según él, no garantizaba que me hiciera superior... pero sí más fuerte mentalmente. Y tenía razón. Fue doloroso.
—Lo sé —susurró ella—. Lo vi en tu rostro cuando peleas. No hay emoción. Y cuando ese Bari te arrancó la piel de la mano... no gritaste. No sufriste.
Candado dudó. Pero al ver en los ojos de Hammya un deseo genuino de entenderlo, decidió continuar.
—El entrenamiento no fue lo que tú imaginas. Tínbari posee una esfera consigo. Siempre pensé que era un artilugio cualquiera... pero nunca imaginé que su utilidad fuera esa.
—?Qué es?
—Es un universo en miniatura —respondió él con frialdad—. Según Tínbari, algunos baris pueden crear uno. El suyo... era cruel y violento. Tenía una particularidad: no se puede morir allí.
El rostro de Hammya palideció.
Candado continuó antes de que ella pudiera decir algo.
—Morí muchas veces en ese lugar. Cada muerte era más dolorosa que la anterior. Con el tiempo uno se acostumbra... si es que no terminas loco. Sé lo que es morir devorado por una criatura. Sé lo que es morir en un volcán. Sé cómo se siente morir en la superficie del sol, ser desgarrado por el vacío del espacio, ser devorado por un agujero negro...
Hammya apretó su mano con fuerza, como si así pudiera protegerlo del pasado.
—?Alguien más lo sabe?
—Solo Héctor y Clementina. Y ahora vos. Los demás piensan que fue un entrenamiento normal.
Ella lo miró en silencio, y en ese instante comprendió cuánto le había confiado.
—?Cuánto tiempo estuviste ahí?
—Mucho tiempo allá... pero aquí, solo unos minutos —contestó Candado, sin dar más detalles.
Ambos caminaron durante horas, avanzando por la plaza hasta llegar a uno de los rincones más tranquilos de la isla. Allí, ante ellos, se extendía la playa solitaria, ba?ada por la suave luz de la luna. El sonido de las olas, que se deshacían con suavidad en la orilla, tenía un tono melódico, casi hipnótico. Hammya se detuvo, fascinada por el paisaje.
—Es hermoso, —comentó, su voz suavizada por la admiración.
—Comparado con las playas de Mar del Plata, esta es mucho más cálida y templada, con el agua tan clara que puedes ver el fondo —dijo Candado con poco de sarcasmo.
—Definitivamente, deberíamos venir un día de estos —dijo Hammya con entusiasmo
—Sí, seguro que lo haremos, —contestó Candado de forma suave.
Ambos pisaron la arena de la playa desierta y caminaron unos pasos, mientras el crujido suave bajo sus pies era lo único que rompía el silencio de la noche. Finalmente, Hammya se dejó caer sobre la arena, invitando a Candado a hacer lo mismo. él dudó al principio, mirando sus manos, como si se negara a ensuciarse, pero al final terminó cediendo. Se sentó a su lado, sus ojos reflejando una quietud propia del mar.
—Qué hermoso se ve, —comentó, más para sí mismo que para ella.
—Sí, seguro que lo es, —respondió Hammya, con un tono que denotaba una calma que sólo se encuentra en momentos de completa conexión con el entorno.
Al poco rato, Hammya recostó su cabeza sobre el hombro de Candado, un gesto tan natural para ella, que parecía no necesitar explicación.
—?Sabes? —dijo en voz baja, como si las palabras fueran parte del viento—. Creo que es la primera vez que estamos solos tanto tiempo.
Candado, sin moverse, apenas giró su rostro hacia ella.
—Podría decirse que sí, —respondió, algo distante, como si la idea le pareciera más una observación que una realidad significativa.
—Deberíamos hacerlo más seguido, —insistió Hammya, como si hablar de ello la hiciera más real, más posible.
Candado la miró, un leve suspiro escapando de sus labios.
—Por favor, no.
—Qué aburrido eres, —dijo ella entre risas, su tono ligero, juguetón.
—Lo soy, —admitió él sin rodeos.
—?Intenta negarlo, al menos! —exclamó Hammya, riendo con un toque de desafío.
—Sería mentir, —respondió él, con un atisbo de sonrisa en su rostro.
—Claro, capitán de la verdad, —dijo ella, con una burla amigable.
—Prefiero ser un general, que un capitán.
La risa de Hammya se detuvo un momento, sólo para estallar de nuevo en una risa suave y silenciosa. La complicidad entre ellos era evidente, una danza en la que las palabras eran solo una peque?a parte. En cambio él no compartió su entusiasmo, solo la miró con su actitud habitual.
—Candado, —susurró ella, de repente seria.
—?Qué? —respondió él, sintiendo la ligera tensión en su voz.
Hammya permaneció en silencio por un largo rato, como si las palabras se estuvieran acumulando en su pecho, luchando por salir.
—... —Finalmente, su voz emergió con una suavidad que sorprendió a Candado—. Nada, solo me gusta estar contigo. Disfruto mucho estar a tu lado.
Candado no dijo nada, pero sus ojos reflejaron algo más profundo que la simple comprensión. Por un momento, se quedó en silencio, como si procesara o analizara qué pudo haber dicho Hammya. Finalmente, con una calma que solo él poseía, respondió.
—...Entiendo, gracias por eso.
—Estuviste a punto de decir algo más, ?verdad? —preguntó ella, con curiosidad.
—...Sí, —admitió Candado, antes de desviar su mirada hacia el horizonte.
—Algo negativo sobre mis gustos, ?No? —insistió Hammya, con una sonrisa traviesa en los labios.
—...Sí, —dijo él, sin poder evitarlo.
Hammya rió suavemente, el sonido suave y cálido, como si se sintiera aliviada por la verdad no dicha.
—Me alegra que no lo hayas dicho. Me hubiese enojado... y mucho, —a?adió ella, con un toque juguetón en su tono.
Candado dudó un momento, pero al final, como si se hubiera rendido ante la dulzura de la escena, levantó la mano y, con un gesto tierno, acarició su cabello. La acción era más profunda de lo que él mismo podía reconocer.
—Te hice una promesa, —dijo, su voz grave pero serena.
Hammya cerró los ojos, disfrutando de las caricias de Candado, sintiendo la calidez de su gesto.
—Me alegro mucho, —murmuró ella, sin necesidad de decir más.
El tiempo pasó en un lento vaivén, como las olas que rompían suavemente en la orilla. Hammya comenzó a quedarse dormida lentamente, sus respiraciones tornándose más profundas y tranquilas. Candado, por su parte, permaneció inmóvil un momento, mirando al mar con una intensidad silenciosa. Finalmente, como si se decidiera a hacer algo que llevaba tiempo queriendo, movió su mano con suavidad, se quitó uno de sus guantes y, con cuidado, continuó acariciando la cabeza de Hammya. Cuando se aseguró de que estaba completamente dormida, le dio una sonrisa casi imperceptible y, con ternura, la besó en la frente.
—Descansa, Esmeralda, —susurró.
El sol comenzaba a asomar en el horizonte, pintando el cielo con tonos anaranjados y dorados. Candado miró el espectáculo natural, un brillo suave en sus ojos.
—Sí, en verdad es lindo, —dijo en voz baja, casi para sí mismo.